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Juan Luis Bour
Juan Luis Bour
El mundo atravesó muy diversas experiencias de liberalización económica y política, y para recordar solo dos ejemplos emblemáticos tenemos la exitosa transformación de la Alemania de posguerra en la región ocupada por los aliados a una sociedad libre –la “economía social de mercado¨ de Adenauer, Erhard y Müller Armack- y la fracasada transformación de la Unión Soviética en una sociedad transparente y profundamente reestructurada prevista por Gorbachov con la glasnost y la perestroika, pero que no pudo concretar Boris Yeltsin, quien acabó por ceder el poder en 1999 a la KGB de Vladimir Putin.
En vista de las formidables reformas que deben encararse en la Argentina, una sociedad cerrada a la competencia y abierta a recibir todo tipo de experiencias con un elevado componente autocrático –desde 1930 se suceden mayormente gobiernos militares o de líderes militares, con pequeños interregnos civiles hasta 1983 en que se inicia otra etapa en la que periódicamente se eligen líderes “fuertes”, cabe preguntarse si nuestro intento terminará, en unos años, en el caso alemán o en el caso ruso. Final abierto.
Si algo tenemos para aprender de esas y otras experiencias es que los procesos que suponen grandes transformaciones parecen requerir un nivel de planeamiento y conocimientos técnicos y de liderazgo político que no deja margen para la improvisación. Yeltsin y Rusia pagaron un precio muy alto por tratar de avanzar “arrastrándose en el fango”, quedándose en muchos aspectos a mitad de camino, tolerando una nueva “nomenklatura”. Ello, finalmente, desembocó en la tundra siberiana y en la vuelta de un régimen tan autoritario como el que se pretendía cambiar.
La Argentina tiene una historia que acumula fracasos económicos y políticos, y algunos éxitos temporarios, que pueden haber sido notables pero insuficientes para generar un sendero de crecimiento y bienestar. Resulta claro que sin un cambio drástico en materia política, y de políticas económicas y sociales, el futuro luce como la peor recreación del pasado. En ese aspecto, quienes postulan reformas con miedo pueden transformarse en los Yeltsin de este mundo que conducen a más de lo mismo. Pero también es cierto que no es lo mismo romper todo que operar con habilidad política y estrategias racionales, a riesgo de caer en actitudes gatopardistas que nos dejen en el mismo y empobrecido lugar.
La propuesta del presidente Milei de un pacto federal de raigambre constitucional puede constituir un punto de partida –junto con la aprobación de medidas que inicien el proceso hacia un cambio de régimen para la Argentina, un soplo de aire fresco con todos los riesgos que impone el cambio, sus costos y beneficios –netos positivos- asociados. Requiere, sin embargo, como todo pacto constitucional, la aprobación de todas las jurisdicciones y no el mero consenso mayoritario, con el objeto de constituir la base de un cambio sustentable en el tiempo. Yeltsin nunca habría podido lograrlo con Putin, porque sus objetivos políticos eran diametralmente opuestos. ¿Podrá Milei lograrlo con –al menos- una mayoría notoria de la oposición, o solo con una mayoría simple?
Y vuelvo sobre el miedo al cambio cuando implica mayores oportunidades y desafíos, es decir, la idea de sacar algunas redes que nosotros creemos nos están protegiendo de algún mal o reducen el dolor. El miedo está allí, y por lo tanto debemos poner algo que opere como contención, una valla contra los bárbaros, que no nos protegerá de una invasión, pero alejará los males inmediatos y ofrecerá la alternativa de llegar a una mejor situación.
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Adenauer y su tiempo diseñaron lo que dio en llamar la “economía social de mercado”, un sistema competitivo y abierto que propone compartir entre todos los miembros de la sociedad –en particular los humildes, hasta ahora rehenes de los populistas- los beneficios del cambio político, económico y social. ¿Podremos lograrlo los argentinos, la generación del ’24?
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